A una semana de que se desatara el debate por las salidas
“culturales” de presos, una crónica en el Centro Universitario de Devoto. Qué
dicen sus estudiantes. Cómo resisten la violencia del régimen penitenciario y
sus perspectivas al estudiar.
Por Ailín Bullentini
Algunas carteleras de corcho destrozan el color arena que
recubre paredes, pisos y techo de pasillos y pabellones de la cárcel de Devoto.
La monocromía, dicen, tiene una razón: contribuir con el viaje a la locura que
sufren los que caen en desgracia en ese monstruo de cemento y hierro que se
levanta en plena ciudad de Buenos Aires.
Lomos de libros, computadoras,
escritorios y apuntes suman en la conversión de ese sitio en un cúmulo de aulas
universitarias, en salas de estudio, en el camino de un puñado de confinados al
castigo que recorren lentamente hacia una profesión.
Desde hace más de treinta
años, el Centro Universitario de Devoto y los profesionales docentes y no
docentes que allí trabajan, luchan para que el derecho a la educación efectivamente
sea “para todos” y terminan siendo, para muchos de ellos, la “llave hacia la
cordura”.
Las historias personales se entremezclan en los pabellones del CUD,
“el oasis” de esa prisión, como sus estudiantes lo llaman. Los prontuarios son
el documento de identidad penitenciario que los presos aprenden, de a poco, a
dejar del otro lado del pesado portón de reja que separa al oasis del desierto,
aunque nunca los olvidan del todo.
A Rodolfo le queda muy poco para respirar el
aire ¿fresco? de la libertad condicional, un tanto menos de lo que deberá
esperar Gastón, mucho más joven. Horacio, el mayor de los tres, llegó hace poco
a Devoto a cumplir una estadía que promete décadas. Los tres se conocen de
compartir pasos y una sensación casi igual a la libertad en el claustro
universitario. Algún pedazo de sus experiencias fue rescatado “desde adentro”
como una especie de “prueba de vida”. Porque claro, pese a todo, siguen vivos.
Gastón
Tiene veintitantos y la marca indeleble que una bala
policial dejó en una de sus mejillas. Hace mucho que sobrevive en pabellones
carcelarios, una experiencia que le confirma, día tras día, que lo que ocurre
allí no hace más que descubrir la mentira del sistema penitenciario como método
de resocialización de cualquier preso.
“El servicio no se va a mover para
resocializarte, no. Va a hacer todo lo posible por conseguir lo contrario. De
acá se sale mal, y por eso se vuelve”, asegura con las evidencias que prueban
su teoría a flor de piel.
Para llegar al CUD, Gastón debió completar bajo las reglas
del servicio penitenciario todos los casilleros educativos anteriores a ese
nivel que no había resuelto en la calle. Su paso por esos niveles y su avance
en los caminos universitarios –estudia Ciencias Económicas– son, sobre todo,
pruebas de sus ganas de salir de la cárcel y ser algo más que “un tipo que
estuvo preso”. Porque “el tema de la resocialización está en la mente de uno.
La salvación depende de uno”.
Se le nota la firmeza a Gastón, la fortaleza e incluso la
convicción. Habla de las razones que le quitaron la posibilidad de crecer en
libertad, incluso mucho antes de traspasar las puertas de Devoto. Se llama a sí
mismo un “rebelde” que lucha contra un sistema que busca eliminarlo “sea como
sea”: “En la calle fui rebelde para salvar a mi familia. Acá lo soy para
salvarme a mí mismo”.
¿Salvarse de qué? Del sistema que “impera en una sociedad
que se preocupa porque sus individuos no miren al de al lado y que acá se
siente con más fuerza”. Ese acá se refiere al edificio con rejas, claro.
Ser
estudiante universitario en la prisión también es ser un rebelde. “Te toman
como peligroso. Uno puede empezar a ejercer sus derechos y para ellos eso es un
dolor de huevos –explica Gastón–. No quieren personas que piensen acá. Quieren
personas dóciles.”
No le disgusta ser el “enemigo número uno” de la cárcel en
una lucha que es diaria y no le da descanso. Entrena en donde el “afuera”, la
universidad, hace estallar la lógica del encierro para poder ganar cada una de
las batallas que se le presentan. “Lo que pasa con nosotros acá es lo mismo que
pasó en todos lados durante la dictadura. En la cárcel siguen torturando gente,
te siguen metiendo el miedo en el cuerpo. Palos, miedo, verdugueo. En cuanto
puede, el sistema te demuestra todo su poder. Se creen ellos (los guardias)
superiores y buscan la manera de humillarte.”
Horacio
Ingeniero agrónomo desde muy joven, decidió tomarse su
condena como un (gran) puñado de años sabáticos. De trabajo, de la vida que
llevaba hasta que todo cambió hace tres años.
Pero mirar la nada tampoco le
apeteció, y pensó en el CUD. La sociología, dice, le “cambió la vida”: “Me
permite pensar cada problema que se me presenta, afrontarlo; descubrir desde
qué lugar se impone determinada restricción, a quién beneficia, a quién perjudica.
La cárcel es un genial observatorio para ver todo eso”.
Las rejas son el objeto de su estudio sociológico, con el
que descubrió que los presos son “el enemigo que el sistema no combate sino que
esconde”. Desde hace poco más de un año coordina esa carrera rejas adentro, de
la que ya tiene 22 materias aprobadas. También estudia Letras, como manera de
“empujar, empujar, empujar”, sostiene.
Empuja como todos ahí, porque “el CUD es
una lucha por la cordura”. Habla claro y pausado, escucha a sus compañeros y se
esfuerza por acomodar la charla colectiva. Se nota que disfruta de esa
prolijidad que le sale por los poros para moverse por la vida. Algo falló,
claro.
Pero no da muchos más detalles al respecto. Tal vez por esa tendencia a
la prolijidad intenta hacer metáfora de su “ser preso” con un código de
limpieza y orden hogareños. “Los que estamos aquí, estamos barridos debajo de
una alfombra en donde nadie mira. El ideal es que nos quedemos así, inmóviles,
que no hagamos nada. Y si el preso se las arregla para salir de su estado y
volver a reinsertarse en la sociedad, mejor para él, pero seguramente peor para
el sistema”, define.
Horacio espolvorea el mate con azúcar, lo riega con agua
hirviendo y lo hace girar en la ronda que también integran los jóvenes Gustavo
y Shiva, los maduros Juan Carlos y Raúl.
Cual micrófono, a través del mate,
marca el tempo de la charla en la que, entre recogida y vuelta al ruedo, le
permite acotar de a puchitos. Así hizo con el fantasma del traslado de la
cárcel a Devoto, que sobrevoló los pabellones a mediados del año pasado y que
latió fuerte dentro del CUD. “El miedo es a que si se traslada la cárcel, el
CUD desaparezca –explica el ingeniero–. Devoto es un pulmón que resuena en el
centro de la ciudad, es la voz de los 11 mil presos federales que hay. El
traslado es el silencio.”
Rodolfo
“El CUD deja de ser la cárcel en cuanto a que uno entra acá
y sale de la dinámica propia de los pabellones”, asegura este hombre maduro que
está muy cerca de retomar su vida en la calle. Se para erguido, como preparado
para defender algo que sabe que está en permanente amenaza: los pabellones
universitarios.
Que ese cacho de calle que es el CUD funcione en el corazón
mismo del castigo hermético significa que no está a salvo de las miserias del
sistema penitenciario. “Hay un cruzamiento permanente de instituciones acá.
El
CUD es el germen de la propia destrucción de la lógica carcelaria, en una
vinculación en la que nosotros, los universitarios, vendríamos a ser una
especie de tumor”, dice calmo, como quien explica una teoría con la que vive
desde la cuna.
La tensión, continua, entre el “afuera” y el “adentro” se
supera a diario a partir de la resistencia. Para él se trata de “resistir todo
el tiempo contra los obstáculos que constituyen una situación de opresión y de
amenaza permanente, angustiante”.
Los obstáculos son, en la teoría de Rodolfo,
las “reacciones diarias de boicoteo” con el que el sistema “ataca” la libertad
del CUD. Las requisas arrasan casi a diario con las bibliotecas, el salón donde
almuerzan, las aulas. Algunos libros, luego, desaparecen. El orden y la
limpieza también, pero “eso se recupera rápido”.
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