Nos hemos reunido en la Iglesia Catedral de Santa Fe de la Vera Cruz, para celebrar la liturgia de Acción de Gracias por un nuevo aniversario de nuestra Patria, su Bicentenario, en el tradicional Te Deum. Este hecho, en que autoridades y pueblo se reúnen para elevar juntos una oración, hace a la vida de una comunidad que ha nacido y crecido con su mirada y esperanza puesta en Dios: “Feliz el pueblo cuyo Dios es el Señor” (Sal. 32, 12).
La fe en Dios ha sido un principio de unión y de sabiduría en nuestra Patria, que la ha hecho un lugar de encuentro para “todos los hombres del mundo”. Por ello, la primera certeza social de la fe en Dios, es decirnos “todo hombre es mi hermano”. Dios no desplaza ni ocupa el lugar de nadie, pero sí ilumina y defiende el lugar de todos. La gloria de Dios es la dignidad del hombre. Cuando el hombre pierde conciencia de su trascendencia y de su relación con Dios, empobrece su horizonte porque se aparta de la fuente de la verdad.
Si bien vivimos con alegría y esperanza este comienzo del Bicentenario, no podemos dejar de pensar que hay muchas cosas que aún reclaman de todos una actitud nueva, que nos permita volver a mirarnos como hermanos para construir juntos una Patria en la que reine la verdad y la justicia, el amor y la solidaridad. Esta tarea que hoy nos desafía como Nación, debe traducirse en un compromiso que haga fecundo el don recibido de la Patria. La esperanza con la que debemos mirar el futuro, para no caer en una mera utopía sin raíces, tiene que alimentarse de valores y testimonios que vayan generando una sociedad creíble y confiable. Hemos perdido la confianza entre nosotros. La confianza necesita apoyarse en la presencia y testimonio del otro. Qué bueno que yo sea confiable para ustedes; que el dirigente político o social lo sea para los ciudadanos; que el funcionario lo sea para la comunidad.
Cuando buscamos el bien del hombre y queremos construir una sociedad justa, es necesario volver a aquello simple y profundo que es el mundo de los valores y la moral. El orden moral hace a la calidad de vida de una comunidad. Puede haber diversidad de opiniones entre nosotros, pero no diversidad de principios morales. Cuando el relativismo invade una cultura, quita certeza a los principios, justifica actitudes y nos hace extraños hablando el mismo idioma. Por ello, no fue un acto piadoso el de nuestros mayores el invocar “la protección de Dios fuente de toda razón y justicia”, sino de una profunda y sabia reflexión sobre el fundamento de la vida, más allá de la pertenencia a un credo religioso determinado.
Junto a la riqueza y potencialidades de nuestra Patria que debemos agradecer, marcaría dos realidades que muestran nuestra fragilidad como Nación. Me refiero al tema de la pobreza y al tema de la calidad institucional. Una mira a lo social, la otra a la política, ambas deben estar presentes en el camino del Bicentenario como una deuda que debemos asumir. En un mundo marcado por la rapidez y actualización del conocimiento, la pobreza lleva fatalmente a la marginalidad. Al que no se lo integra y participa de los bienes de la sociedad se lo margina, aunque no haya sido la intención. Cierto individualismo egoísta nos encierra y nos hace ajenos, no próximos a nuestro hermano. La marginalidad puede presentarse como un efecto no deseado, pero es una realidad que crece y engendra orfandad social. Frente a ello existen iniciativas solidarias de la comunidad, que tienen un alto valor testimonial y nos debe enorgullecer, pero no alcanzan. Es necesaria una acción del Estado a nivel de escala con políticas sostenidas que fortalezcan la familia, la educación, la salud y el trabajo. En esta tarea debe aparecer el testimonio de una clase dirigente capaz de plantear objetivos y prioridades comunes. Esto debe estar ajeno a todo rédito mezquino, y requiere grandes inversiones para revertir una realidad con características difíciles de manejar.
En segundo lugar la calidad institucional adquiere, en una sociedad organizada, el valor de una dimensión que hace tanto al nivel de vida de las personas, como al desarrollo de la Nación. La calidad institucional es el camino más seguro para lograr la amistad ciudadana y la inclusión social. Aquí ocupa un lugar destacado la política, como parte de la ética y al servicio del bien común. Ella es la mediación necesaria entre las ideas y la realidad. La falta de política, y de diálogo nos ha dejado heridas de tiempos de subversión y de represión, que aún debilitan y comprometen la unión nacional. No alcanza una justicia sin horizontes de reconciliación entre los argentinos. Esto es parte de nuestro déficit político. Se deben fortalecer, además, las instituciones de la República en su justa y necesaria independencia. La calidad institucional sabe promover un sólido federalismo, que nace de la justa autonomía de las Provincias y sus Municipios, y reclama la necesaria coparticipación de los recursos.
Pertenece a la calidad institucional mejorar el sistema político y la calidad de la democracia, para que no sea sólo formal, sino real y participativa. Es calidad institucional promover el paso de habitantes a ciudadanos. El habitante hace uso de la Nación, busca beneficios y sólo exige derechos. El ciudadano construye la Nación cumpliendo sus deberes. Un signo de calidad institucional es cuando la ejemplaridad de la política, y de los políticos, despierta en los jóvenes el interés por la cosa pública y el deseo de participar al servicio del bien común. La calidad institucional se manifiesta, también, cuando la justa ambición de poder reconoce en los límites constitucionales, la sabiduría de un espíritu republicano que nos hace libres en la obediencia a la ley.
Señor, al celebrar aquí en Santa Fe, cuna de nuestra Constitución Nacional el inicio del camino del Bicentenario de nuestra Patria, queremos renovar aquellos propósitos de: “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino: invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”. Te pedimos, Señor, que juntos como argentinos, podamos hacer de esta bendita tierra una Nación justa y solidaria, para que todos los hombres y mujeres encuentren en ella un hogar de amor, de fraternidad y de paz. Amén.
Mons. José María Arancedo Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
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