Alli entre
los encarcelados les escucho y en un cordial diálogo les dijo entre otras cosas:
- “Dios es el que proclama la justicia con fuerza, pero al
mismo tiempo, cura todas las heridas con el bálsamo de la misericordia”
- “Dondequiera que haya un hombre hambriento, un desconocido, un enfermo, un
encarcelado, ahí está Cristo que espera nuestra visita y nuestra ayuda. Esta es
la razón principal que me hace feliz de estar aquí, para rezar, hablar y
escuchar”
En su discurso, respondiendo a
algunas preguntas planteadas por los prisioneros, el Papa recordó que “el mismo
Hijo unigénito de Dios, el Señor Jesús, vivió la experiencia de la prisión, fue
sometido a un juicio ante un tribunal y sufrió la sentencia de muerte más
brutal”. Citando la exhortación apostólica post-sinodal “Africae munus”,
firmada durante su reciente viaje a Benin, Benedicto XVI reiteró “la atención
de la Iglesia por la justicia en los Estados” y que “los presos son seres
humanos que merecen, a pesar de su la delincuencia, ser tratados con respeto y
dignidad”.
Aquí el texto completo:
Queridos hermanos y hermanas, con
gran alegría y emoción estoy esta mañana en medio de vosotros, para una visita
que se sitúa a pocos días de la celebración de la Natividad del Señor. Dirijo
un caluroso saludo a todos, en especial a la ministra de Justicia, honorable
Paola Severino, y a los capellanes, a los que agradezco las palabras de bienvenida
que me han dirigido también en vuestro nombre. Saludo al doctor Carmelo
Cantone, director del Centro Penitenciario y a los colaboradores, la policía
penitenciaria y a los voluntarios que se prodigan en las actividades de esta
institución. Y saludo de modo especial a todos vosotros, detenidos,
manifestándoos mi cercanía.
“Estaba en la cárcel y me
visitásteis” (Mt 25,36). Estas son las palabras del juicio final, contado por
el evangelista Mateo, y estas palabras del Señor, en las cuales se identifica
con los detenidos, expresan en plenitud el sentido de mi visita actual entre
vosotros. Dondequiera que haya un hambriento, un extranjero, un enfermo, un
encarcelado, allí está Cristo mismo que espera nuestra visita y nuestra ayuda.
Esta es la razón principal por la que me siento feliz de estar aquí, para
rezar, dialogar y escuchar. La Iglesia siempre ha contado entre las obras de
misericordia corporal, la visita a los presos (cfr Catecismo de la Iglesia
católica, 2447). Y esta, para ser completa, exige una plena capacidad de
acogida del detenido, «dándole espacio en el propio tiempo, en la propia casa,
en las propias amistades, en las propias leyes, en las propias ciudades» (cfr
CEI, Evangelización y testimonio de la caridad, 39). Querría de hecho poder ponerme
a la escucha de la peripecia personal de cada uno, pero, lamentablemente, no es
posible; sin embargo, he venido a deciros sencillamente que Dios os ama con un
amor infinito, y sois siempre hijos de Dios. Y el mismo Unigénito Hijo de Dios,
el Señor Jesús, experimentó la cárcel, fue sometido a un juicio ante un
tribunal y sufrió la más feroz condena a la pena capital.
Con motivo de mi reciente viaje
apostólico a Benín, en noviembre pasado, firmé una exhortación apostólica
postsinodal en la que reiteré la atención de la Iglesia a la justicia en los
estados, escribiendo: «Es por tanto urgente que se adopten sistemas judiciales
y penitenciarios independientes, para restablecer la justicia y reeducar a los
culpables. Además, hay que erradicar los casos de errores judiciales y los
malos tratos de los prisioneros, las numerosas ocasiones de no aplicación de la
ley que corresponden a una violación de los derechos humanos y las
encarcelaciones que no desembocan sino tarde o nunca en un proceso. La Iglesia
reconoce la propia misión profética ante aquellos que sufren por la
criminalidad y su necesidad de reconciliación, de justicia y de paz. Los
encarcelados son personas humanas que merecen, a pesar de su delito, ser
tratados con respeto y dignidad. Necesitan nuestra atención» (n. 83).
Queridos hermanos y hermanas, la
justicia humana y la divina son muy diferentes. Cierto, los hombres no pueden
aplicar la justicia divina, pero deben al menos apuntar a ella, tratar de
captar el espíritu profundo que la anima, para que ilumine también la justicia
humana, para evitar –como lamentablemente no pocas veces sucede– que el
detenido se convierta en un excluido. Dios, en efecto, es Aquél que proclama la
justicia con fuerza, pero que, al mismo tiempo, cura las heridas con el bálsamo
de la misericordia.
La parábola del Evangelio de
Mateo (20,1-16) sobre los trabajadores llamados a jornada en la viña nos hace
comprender en qué consiste esta diferencia entre la justicia humana y la
divina, porque hace explícita la delicada relación entre justicia y
misericordia. La parábola describe a un agricultor que asume trabajadores en su
viña. Lo hace sin embargo en diversas horas del día, de man era que alguno
trabaja todo el día y algún otro sólo una hora. En el momento de la entrega del
salario, el amo suscita estupor y provoca una discusión entre los jornaleros.
La cuestión tiene que ver con la generosidad –considerada por los presentes
como injusticia- del amo de la viña, el cual decide dar la misma paga tanto a
los trabajadores de la mañana como a los últimos en la tarde. En la óptica
humana, esta decisión es una auténtica injusticia, en la óptima de Dios un acto
de bondad, porque la justicia divina da cada uno lo suyo y, además, incluye la
misericordia y el perdón.
Justicia y misericordia, justicia
y caridad, bisagras de la doctrina social de la Iglesia, son dos realidades
diferentes sólo para nosotros los hombres, que distinguimos atentamente un acto
justo de un acto de amor. Justo, para nosotros, es “lo que se debe al otro”,
mientras que misericordioso es lo que se dona por bondad. Y una cosa parece
excluir a la otra. Pero para Dios no es así: en Él, justicia y caridad
coinciden; no hay acción justa que no sea también acto de misericordia y de
perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea
perfectamente justa.
¡Qué lejana está la lógica de
Dios de la nuestra! ¡Y que diferente es de nuestro modo de actuar! El Señor nos
invita a acoger y observar el verdadero espíritu de la ley, para darle pleno
cumplimiento en el amor hacia quien lo necesita. «Pleno cumplimiento de la ley
es el amor, escribe san Pablo (Rm 13,10): nuestra justicia será tanto más
perfecta cuanto más esté animada por el amor por Dios y por los hermanos.
Queridos amigos, el sistema de
detención gira en torno a dos puntos de referencia, ambos importantes: por un
lado, tutelar a la sociedad de eventuales amenazas, por otro, reintegrar a
quien ha cometido un error sin pisotear su dignidad y sin excluirlo de la vida
social. Ambos aspectos tienen su relevancia y pretenden no crear aquél “abismo”
entre la realidad carcelaria real y la pensada por la ley, que prevé como elemento
fundamental la función reeducadora de la pena y el respeto de los derechos y de
la dignidad de las personas. La vida humana pertenece sólo a Dios, que nos la
regalado, y no está abandonada a la merced de nadie, ¡ni siquiera a nuestro
libre albedrío! Estamos llamado a custodiar la perla preciosa de nuestra vida y
la de los demás.
Sé que la superpoblación y la
degradación de las cárceles pueden hacer todavía más amarga la detención: me
llegaron varias cartas de detenidos que lo subrayan. Es importante que las
instituciones promuevan un un atento análisis de la situación penitenciaria
hoy, verifiquen las estructuras, los medios, el personal, de modo que los
detenidos no descuenten nunca una “doble pena”; y es importante promover un
desarrollo del sistema penitenciario, que, aún en el respeto de la justicia,
sea cada vez más adecuado a las exigencias de la persona humana, con el recurso
también a las penas sin internamiento o a modalidades diversas de detención.
Queridos amigos, hoy es el cuarto
domingo de Adviento. Que la Natividad del Señor, ya cercana, reencienda de
esperanza y de amor vuestro corazón. El nacimiento del Señor Jesús, del que
haremos memoria dentro de pocos días, nos recuerda su misión de llevar la
salvación a todos los hombres, sin excluir a nadie. Su salvación no se impone,
sino que nos reúne a través de actos de amor, de misericordia y de perdón que
nosotros mismos sabemos realizar. El Niño de Belén será feliz cuando todos los
hombres vuelvan a Dios con corazón renovado. Pidámosle en el silencio y en la
oración ser todos liberados de la cárcel del pecado, de la soberbia y del
orgullo: cada uno de hecho necesita salir de esta cárcel interior para ser
verdaderamente libre del mal, de las angustias de la muerte. ¡Sólo aquél Niño
en el pesebre es capaz de dar a todos esta liberación plena!
Querría terminar diciéndoos que
la Iglesia sostiene y anima todo esfuerzo dirigido a garantizar a todos una
vida digna. Tened la seguridad de que yo estoy cercano a cada uno de vosotros,
a vuestras familias, a vuestros hijos, a vuestros jóvenes, a vuestros ancianos
y os llevo a todos en el corazón delante de Dios. ¡El Señor os bendiga a
vosotros y a vuestro futuro!