martes, 15 de marzo de 2011

EN EL MÁS HUMILDE ENCONTRAMOS A JESÚS - Disertación Mons. Laxague

Para desarrollar este tema quisiera antes que nada decirles que me ha parecido oportuno hablar primero del encuentro con Jesús como lo plantea el Documento de Aparecida para luego sí poder ahondar en este aspecto tan fundante para nuestra pastoral que es el encuentro con Jesús en el más humilde, en el más pobre, para nosotros en los encarcelados y en los que son parte del mundo de la carcelación.











La Conferencia de Aparecida se realizó en un contexto socio-cultural de globalización y postmodernidad, contexto que ha determinado un verdadero cambio epocal con todas las consecuencias que ello comporta:

Fruto de este contexto y haciendo parte de él, hoy se dan cita en el Continente fenómenos muy complejos:
• Un sujeto personal que vive un sinsentido radical pero que en el fondo de su ser busca con ansia incesante el sentido y la felicidad (DA 47.51-54)
• Un sujeto social cada vez más marginado, pobre y excluido, fruto de la globalización económica imperante, que ha llegado a considerar a las personas como “sobrantes” y “desechables” sociales (DA 33-73)
• El deterioro de la naturaleza y del ecosistema que ha alcanzado niveles alarmantes, perjudicando principalmente a los más pobres y excluidos. (DA 83-87)
• Un marcado pluralismo social, cultural (DA 56-59) y religioso que, junto a la pérdida de identidad del cristiano y de su misión (DA 100), cambian los paradigmas y puntos de referencia tradicionales en el Continente.
• El fenómeno de una fe popular fuertemente arraigada que, de alguna manera, resiste los embates de todos los fenómenos presentes en el Continente. (DA 258-265)

Como respuesta a estos desafíos, la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y Caribeño propone la recuperación de la identidad cristiana desde una experiencia profunda, vital, vivencial e íntima – lo que no significa intimista, ni individualista o carente de toda expresión comunitaria y social - con Jesús vivo y dador de vida, que el documento expresa bajo la categoría de “encuentro”.

Desde esta concepción cristológica pretende el documento dar respuesta, tanto al sujeto personal roto por el sinsentido, como al sujeto social resquebrajado también por la pobreza y la exclusión, pues, en el encuentro con Jesús, van a encontrar, unos y otros, la Vida que anhelan y buscan en todas sus dimensiones.

Las grandes experiencias religiosas narradas en el Antiguo Testamento, son todas susceptibles de ser leídas en términos de “encuentro”. Un encuentro con el Dios que se da a sí mismo de manera personal a unos hombres y mujeres abiertos a acogerlo también de manera personal. Encuentro histórico – dialógico – personal que sucede siempre en un trasfondo eminentemente comunitario y para el bien del pueblo.

En el Nuevo Testamento, la experiencia de los discípulos con Jesús también puede leerse en clave de encuentro: un encuentro histórico, un diálogo personal revelador, que transformó sus vidas radicalmente. Igualmente bajo esta categoría puede interpretarse la existencia cristiana: en Jesús, el Cristo, única imagen de Dios invisible, en la experiencia de encuentro con él se nos revela el rostro misericordioso de Dios, la Palabra definitiva del diálogo de Dios con el hombre. Y el Espíritu de la verdad, que permanecerá siempre junto a nosotros recordando todo que Jesús enseñó, dando testimonio de él, nos conducirá a la verdad plena cuando en el encuentro definitivo, cara a cara, la luz del misterio de Dios ilumine nuestro misterio personal y el enigma de la historia humana. Incluso la experiencia del Resucitado es también, vitalmente, una experiencia de encuentro. (Lc 24)

La revelación cristiana es hoy concebida no primeramente como la comunicación de un saber, sino como la libre, amorosa y gratuita autocomunicación y autodonación de Dios que, alcanzando su culmen en Jesús, sale al encuentro del hombre de manera personal e histórica y, en un acto de amor y libertad le revela su amor y acepta las condiciones en las que solo resulta posible el encuentro con él: en la historia y por la palabra. En el horizonte de la historia, como lugar de lo nuevo e inesperado, como espacio de la libertad humana y de su posible realización, acontece la libre revelación de Dios como invitación al hombre, a través de los hechos y palabras. La comunicación libre y amorosa por parte de Dios y la entrega confiada del ser humano, como respuesta de fe en él, son los dos aspectos de una realidad – el encuentro, en el que la palabra como elemento esencial del diálogo, posibilita la apertura, el reconocimiento y la comunión, desentrañando e interpretando así, el sentido profundo de los acontecimientos.

Veamos cómo se despliega la cristología en el documento de Aparecida:

El encuentro con Jesús permite el acceso y la vinculación íntima a su persona. (DA 131). En la medida que se cree a Jesús en sí mismo, se entra en su hondura personal y se capta su oferta de amor, la atracción que ejerce la sabiduría de sus palabras, la bondad de su trato, el poder de sus milagros y el asombro inusitado que despertaba su persona (DA 21). Así y sólo así, se abre el misterio de Dios encerrado en su persona y que nos sale al encuentro en él. Se trata, entonces, de un encuentro vital, existencial, transformador, experiencial – el más decisivo e importante de la vida, que llena de luz, de fuerza y de esperanza. (DA 21).

Señala el documento los lugares donde hoy se puede realizar este encuentro vivo con Jesús: en la Sagrada Escritura (DA 247-249), en la liturgia, especialmente la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación (DA 250-254), en la oración personal y comunitaria (DA 255), en una comunidad viva en la fe y en el amor fraterno DA(256), en todos los discípulos que procuran hacer suya la vida de Jesús (DA 256), en los pastores – obispos - que representan a Cristo mismo (DA 256), en los que dan testimonio de lucha por la justicia, por la paz y el bien común (DA 256), en los acontecimientos de la vida de nuestros pueblos (DA 256), en toda realidad humana, cuyos límites duelen y agobian (DA 256), en los pobres, afligidos y enfermos (DA 257) en la piedad popular (DA 258-265), en María (DA 266-272), en los apóstoles y en los santos (273-275), en los movimientos y nuevas comunidades (DA 312).

Como consecuencia de ese encuentro, que a la vez es fundamento, empiezan a desplegarse, a lo largo del texto conclusivo, en una especie de abanico, toda la gama de riquezas derivadas de ese encuentro.

• Fruto de ese encuentro con Jesús, el hombre se hace seguidor y discípulo misionero. Se trata de un encuentro que lleva al que lo acoge a una relación íntima y personal que supone una entrega sin reservas: el discípulado y la misionariedad.

• La primera consecuencia del encuentro con Jesús es pues, la vinculación íntima a su persona como su seguidor, su amigo y su hermano (DA 131-133.144). Ser de él, formar parte de los suyos y configurarse con él es la realidad última que significa hacerse su discípulo. Ese hacerse discípulo, va a suponer, al mismo tiempo, formarse para asumir sus mismas motivaciones, su mismo estilo de vida en su mismo amor y compasión para los más necesitados (DA 136-139), correr su misma suerte hasta la cruz. (DA 140).

• La segunda consecuencia que trae el encuentro con él, que es el reverso de la anterior, como la otra cara de la misma moneda, es hacerse cargo de su misión. La misión no se origina como un paso posterior al discipulado, sino que se radica en las entrañas mismas del discipulado. (DA 146) La misión brota del interior mismo del acontecimiento del encuentro con Cristo: la conciencia de la pertenencia a Cristo que, en razón de la gratitud y alegría que produce, lanza impetuosamente a la comunicación a todos del don de ese encuentro, testimoniándolo y anunciándolo de persona a persona, de comunidad a comunidad y de la iglesia a todos los confines del mundo. (DA 14.145.362)

• Y concomitante con las dos anteriores consecuencias, fruto de ese encuentro con Jesús, la búsqueda humana de felicidad halla su más plena realización, hasta el punto que Jesús mismo se convierte en roca, paz y vida del discípulo, y la vida misma adquiere una plenitud extraordinaria: la de haber sido enriquecida con el don del Padre, con la vida trinitaria (DA 21.347.357). Nuestra búsqueda de felicidad y plenitud vital, encuentra en él su plenitud (DA 355.292)

Esa vida en Cristo incluye los aspectos más variados de nuestra existencia, sobrepasando toda expectativa.

“La vida nueva de Jesucristo toca al ser humano entero y desarrolla en plenitud la existencia humana “en su dimensión personal, familiar, social y cultural”202. Para ello, hace falta entrar en un proceso de cambio que transfigure los variados aspectos de la propia vida. Sólo así, se hará posible percibir que Jesucristo es nuestro salvador en todos los sentidos de la palabra. Sólo así, manifestaremos que la vida en Cristo sana, fortalece y humaniza. Porque “Él es el Viviente, que camina a nuestro lado, descubriéndonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegría y de la fiesta”203. La vida en Cristo incluye la alegría de comer juntos, el entusiasmo por progresar, el gusto de trabajar y de aprender, el gozo de servir a quien nos necesite, el contacto con la naturaleza, el entusiasmo de los proyectos comunitarios, el placer de una sexualidad vivida según el Evangelio, y todas las cosas que el Padre nos regala como signos de su amor sincero. Podemos encontrar al Señor en medio de las alegrías de nuestra limitada existencia y, así, brota una gratitud sincera.” (DA 356)

Este Jesús que se coloca al servicio de la vida, lleva al discípulo a descubrir que toda situación de pobreza y exclusión contradicen el proyecto de Dios de instaurar el Reino de la vida y la vida del Reino (DA 358.361) Desde esta dimensión teológica y cristológica del Reinado de Dios, la preocupación por desarrollar estructuras más justas y transmitir los valores sociales del Evangelio, a las que está llamado todo discípulo, se sitúan en el contexto del servicio fraterno a la vida digna y plena para todos y en todas sus dimensiones. (DA 358)

En este contexto se hace alusión al fundamento teológico de la opción por los pobres.

Afirma el documento que la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros (DA 392) pues “todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres reclama a Jesucristo” (DA 393) Es importante notar que lo que está contenido en estas ricas expresiones es que quien hace la opción por los pobres está haciendo la opción por el Dios de Jesucristo, por el Dios en quien el mismo Jesús nos invitó a creer, y en este sentido, ella es una opción teocéntrica. A la vez quien hace la opción por los pobres está haciendo la misma opción que Dios ha hecho.

Agrega el documento, dando ahora fundamento cristológico a la misma opción y sacando sus consecuencias:
“El encuentro con Jesucristo en los pobres es una dimensión constitutiva de nuestra fe en Jesucristo. De la contemplación de su rostro sufriente y del encuentro con El en los afligidos y marginados cuya inmensa dignidad El mismo nos revela, surge nuestra opción por ellos. La misma adhesión a Jesucristo es la que nos hace amigos de los pobres y solidarios con su destino” (DA 257)

“A la luz del Evangelio reconocemos su inmensa dignidad y su valor sagrado a los ojos de Cristo, pobre como los pobres y excluido entre ellos” (DA 398) Como consecuencia de ello va a decir el documento que “los rostros de los pobres son rostros sufrientes de Cristo. “ (DA 393)

Es tan radical Aparecida en estas afirmaciones que llega a aseverar que la fidelidad de la Iglesia a Jesucristo se juega, tanto por el reconocimiento de su presencia y cercanía en los pobres, como por la defensa de los derechos de los mismos (DA 257; 398) Es esta la razón por la que el discípulo debe asumir, evangélicamente y desde la perspectiva del Reino de vida, las tareas prioritarias que contribuyen a la dignificación de todo ser humano pues “no se puede concebir una oferta de vida en Cristo sin un dinamismo de liberación integral, de humanización, de reconciliación y de inserción social” (DA 359) En esta misma perspectiva, el documento afirma repetidamente, que “la evangelización ha ido unida siempre a la promoción humana y a la auténtica liberación cristiana” (DA 26,146.399)

Uno de los textos significativos que me ayuda en mi vida y en mi reflexión en este tema es la parábola del Buen Samaritano (Lc 10) donde se nos enseña con claridad cuál tiene que ser nuestra actitud frente al hermano, hermano que se me revela como un necesitado, como un pobre.

Esta parábola ha impregnado tan fuertemente la memoria cristiana, insiste en la primacía del otro. La pregunta del maestro de la ley “ ¿Quién es mi prójimo?” ubica el interrogante en el centro de un espacio en el que el prójimo debería encontrarse entre los que están más próximos, entre las personas que de alguna manera conforman un círculo alrededor de quién pregunta. Jesús da vuelta el problema y responde con otra pregunta: “¿Quién se hizo prójimo del herido tendido al borde del camino?”

El prójimo no es entonces la persona con que nos cruzamos en nuestro propio camino o territorio sino aquella a cuyo encuentro nos encaminamos en la medida en que abandonamos nuestro camino para entrar en el del otro, en su mundo. Se trata de convertir en próximo al que está lejos, al que no forma parte de nuestro medio geográfico, social o cultural.

Podría decirse, de algún modo, que nosotros “no tenemos” prójimos sino en la medida en que tomamos la iniciativa y realizamos gestos y compromisos que nos convierten en prójimos de los otros.

La primacía del otro - y nadie encarna más netamente esta condición que el pobre y el excluido – es un mensaje fundamental de la ética evangélica.

En la parábola del juicio final (Mt 25), Jesús confirma esta enseñanza, y le agrega un elemento decisivo: el hermano, y particularmente el pobre, son su representación. El se identifica con ellos. Así, el cristianismo pasa a ser la única religión donde encontramos a Dios en los hombres, especialmente en los más débiles.

El sentido más hondo del compromiso con el pobre es el encuentro con Cristo. Haciéndose eco del pasaje del juicio final en Mateo, Puebla nos invita a reconocer en los rostros de los pobres "los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela" (n.31). Y Santo Domingo afirma que "descubrir en los rostros sufrientes de los pobres el rostro del Señor (cf. Mt 25,31-46) es algo que desafía a los cristianos a una profunda conversión personal y eclesial (n. 178). El documento de Aparecida ha ampliado y actualizado esta lista de rostros (DA 65, 402, 407-430)

El texto mateano es, sin duda, capital en la espiritualidad cristiana y, por consiguiente, para comprender el alcance de la opción por el pobre, de allí su carácter central en la reflexión teológica latinoamericana y caribeña. Nos proporciona un elemento fundamental para discernir y encontrar el camino de fidelidad a Jesús. Monseñor Romero decía en una de sus homilías: "Hay un criterio para saber si Dios está cerca de nosotros o está lejos; todo aquel que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre, del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda carne que sufre, tiene cerca a Dios" (5/2/1978). El gesto hacia el otro, la aproximación al más desvalido, decide la cercanía o lejanía de Dios, hace comprender el porqué de ese juicio y lo que el término espiritual significa en un contexto evangélico. En su primera encíclica, acerca del amor como fuente de la vida cristiana, Benedicto XVI se expresa en términos netos acerca de este punto: "El amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados". Así, el "amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios" (Deus caritas est, n. 15). La identificación de Cristo con los pobres lleva de la mano a percibir la unidad fundamental de esos dos amores y plantea exigencias a sus seguidores. Es una afirmación de gran alcance. La perícopa mateana del juicio final nos habla de seis acciones (el texto las enumera, letánicamente, cuatro veces). Es una invitación a alargar la lista actualizando su mensaje. Dar de comer al hambriento, en el mundo de hoy significa atender directamente al necesitado, pero también comprometerse a suprimir las causas que producen personas hambrientas. El "combate por la justicia", para emplear la expresión de Pío XI, forma parte de los gestos hacia el pobre que nos hacen encontrar a Jesús. El rechazo a la injusticia, y a la opresión que ella supone, está anclado en la fe en el Dios de la vida. Esa opción ha sido rubricada por la sangre de quienes, como decía Monseñor Romero, han muerto con "el signo martirial". Ese fue su propio caso, pero lo ha sido también el de numerosos cristianos en un continente que se pretende cristiano. No se puede dejar de lado esta situación martirial en una reflexión sobre la espiritualidad en América Latina. En forma precisa, el documento de Puebla señala que la solidaridad con el pobre requiere una conversión, seis veces se menciona el asunto en el documento. Es un cambio de mentalidad y de vida, convertirse es una condición, según los evangelios, para acoger el Reino tras las huellas de Jesús. Vale para cada persona, pero incluso para la Iglesia en su conjunto. "Afirmamos -se dice en dicha Conferencia- la necesidad de conversión de toda la Iglesia para una opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral" (n. 1134). Esto supone afrontar las dificultades abiertas y solapadas, la hostilidad y las incomprensiones que forman parte, junto con la vivencia de la paz del Señor, de las alegrías y las cercanías personales, del camino del discípulo, como lo señalan los evangelios. No todos los han entendido de este modo, de ahí intentos de olvidar o, más sutilmente, de orillar esta demanda. Es cierto que no es fácil asumir lo que Bonhoeffer llama el costo del discipulado. Muchos en la Iglesia de América Latina y el Caribe lo saben bien, y los que llegaron hasta la entrega de sus vidas son testigos privilegiados de ello, pero lo son, también, de la esperanza que viene del seguimiento de Jesús. La opción por el pobre es parte capital de una espiritualidad que se niega a ser una especie de oasis, y menos todavía una escapatoria o un refugio en horas difíciles. Al mismo tiempo, se trata de un caminar con Jesús que, sin despegar de la realidad y sin alejarse de las trochas que recorren los pobres, ayude a mantener viva la confianza en el Señor y a conservar la serenidad cuando la tempestad arrecia.

Caminar con esperanza:
Los problemas y desafíos a los cuales nos hemos referido podrían suscitar en nosotros una sensación de que nos viene encima una montaña. Y sobre todo, la persistencia y el agravamiento de los problemas podrían dar ocasión al desánimo. No es ése el sentido que da el Papa a su Carta del Milenio. Al revés, es un himno a la esperanza cantado con voz clara por un pastor octogenario que saca su entusiasmo contagioso de la contemplación del rostro de Cristo. Por eso se transforma en un llamado urgente, esperanzado a la misión, formulado en un lenguaje actual y hasta juvenil, para adentrarnos en el vasto océano del nuevo milenio:

“Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos. ¿No ha sido quizás para tomar contacto con este manantial vivo de nuestra esperanza, por lo que hemos celebrado el Año jubilar? El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una vez más a ponernos en camino: « Id pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo » (Mt 28,19). El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza « que no defrauda » (Rm 5,5). (NMI 58)


*Disertación de Mons. Laxagüe, uno de los Obispos designados por el episcopado argentino, para llevar adelante la Pastoral Penitenciaria en Argentina. La misma fue durante el VI Encuentro Nacional de Responsables Diocesanos, realizado en la primer semana de febrero de este año, en la Prov. de Córdoba, de la cual participó nuestra Diócesis.

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